Una conversación con pausas intercaladas. Dos miradas que a ratos se buscan, y a ratos se evitan. Dos tazas de café por medio. Un tren por coger.
He perdido la cuenta de las personas que me han asegurado no ser felices. En general y en particular. Con el mundo en sí, con la época que les ha tocado vivir, con su modo de ser. De hacer o no hacer. De deshacer y complicarse. Con sus kilos de más, con el trabajo de más, con las preocupaciones que no les dejan ver más allá.
Y con el tiempo siempre de menos.
Y he sido testigo de palabras de conformismo, de hombros caídos y de suspiros sin vida. Abatidos. Agotados. Vacíos. De miradas perdidas y de personas que se mueven por inercia y no por voluntad. Que asienten por pura rutina, que no por realidad. Que se dejan llevar por cualquier excusa, que no por motivos propios. Que se dejan hacer, pisotear y olvidar. Salvo por alguna queja y alguna débil promesa de mañana. De esas que se quedan en la almohada y se esfuman cada despertar. De esas que se dicen cada 31 de diciembre, cada noche de domingo, cada madrugada de insomnio.
Y he sido confidente de sueños que aguardan en la clandestinidad y de deseos susurrados en sigilo. De los que se dicen en bajito, por miedo a que se evaporen. Por miedo a que no se cumplan. Pero también por miedo a que se hagan realidad. Como si así los protegiéramos mejor. Como si así les alargáramos la vida y multiplicáramos sus posibilidades. Por lejanos que los veamos. Pese a las trabas que les pongamos.
Y he sido cómplice de verdades que se confiesan con una copa de vino de más, en arrebatos de sinceridad, de desespero, de explosión. En momentos de andar por callejones oscuros, sin salida, sin orientación. En momentos de verse atrapados, perdidos, asfixiados. Por llevar mucho tiempo oculto. Por aguardar demasiado esa oportunidad que nunca ve la luz. Por intentar acallar lo que a gritos siempre encuentra la manera de salir. De un modo u otro. A veces, a las bravas.
Por dejar de ser y perder casi el sentido. Durante demasiado tiempo.
Porque hay conversaciones, palabras y hombros que no dicen absolutamente nada. Mientras que hay silencios cargados de sensibilidad. De motivos. De secretos. Y que lo dicen todo. Aunque nadie diga nada. Aunque todos se hagan los tontos.
Porque hay veces que callamos, cuando nos sobran palabras para no hacerlo. Cuando más motivos tenemos para hablar. Cuando más nos puede ayudar.
Callamos por miedo al qué dirán, a lo que puedan pensar, a no llegar a según qué expectativas. Por miedo a lo que pueda salir de dentro y a lo que podamos dejar entrever. Por cómo nos sentiremos después. Por exponernos demasiado y sentirnos vulnerables. Por lo que puedan hacer con nuestras palabras, nuestros secretos, nuestros sueños.
Callamos por pretender lo que no, por pura vergüenza, por mero bienquedismo. Por no encontrar las palabras adecuadas, por sobrarnos temores, dudas y formalismos. Por intentar no llevar la contraria, aunque nos la llevemos a nosotros mismos. Por tratar de no sobresalir en exceso, por no parecer ridículos, de menos o inadaptados.
Y es en esto que queriendo decir mucho, nos callamos en exceso. Callamos palabras, miradas y abrazos. Callamos lo que queremos, lo que sentimos, lo que nos quema por dentro. Y decimos cualquier otra estupidez. O cometemos la estupidez de no decir nada. Y dejamos que el café se enfríe, que el tren se vaya, que el silencio se quede.
Y callamos de más. Y decimos de menos.
Callamos impresiones y las sustituimos por otros. Ahogamos emociones y fingimos sentir esto o aquello, indiferencia incluida.
Y lo peor, cuando nos callamos. A nosotros mismos.
Cuando no nos escuchamos, no nos damos opciones, treguas ni oportunidades. Cuando nos obligamos a unas cosas, y no nos permitimos otras. Cuando disimulamos en un continuo. Cuando dejamos de ser y sentir. Cuando dejamos de disfrutar de la infinidad de oportunidades, de la belleza y lo bonico de cada día, y de todo lo bueno que nos espera. Y nos autoapagamos poco a poco.
Cuando dejamos de demostrar a tiempo, y tratamos de corregir los errores a destiempo. Poniendo parches, tiritas y remedios de última hora. Cuando ya es tarde. Cuando ya pasó.
Cuando solo nos queda aprender. A la fuerza. A base de perder y perdernos. A base de atropellos.
Que aprender a decir no a lo que no y a tomarnos más en serio, no tiene precio. Ni efectos secundarios. Salvo saber que hicimos lo mejor, lo que nos hacía bien.
Que aprender a mirar a los ojos y a no esquivar miradas, puede cambiar el sentido de los silencios. A dotarlos de sentido completo. A quitarles hierro.
Que aprender a no dejar escapar trenes o a no correr detrás de algunos, es decisión propia. Que, a veces, tan solo es cuestión de cambiar de maleta, de billete y de estación. Cambiar de aires, de perspectiva, de pensar. Y disfrutar de cada parada.
Que aprender a habitar las palabras, a hacerlas nuestras y creérnoslas, a darles vida y motivo, y no callarlas, es cuestión de práctica. De querer. De escucharnos más. De sentir y dejarnos ser.
Aprender que decir lo que se siente, en cada momento, puede ahorrar mucho. Quebraderos, malentendidos, esperas absurdas. Que nadie mejor que uno mismo. Que lo que otros decidan hacer con ello, es otra historia.
Y aprender a no callar. Lo que sí, lo que siempre suma en positivo, lo que siempre ayuda.
No callar lo que es más nuestro.
Patricia Ayuste.
2 Comentarios
Arpon Files
21 September, 2018 a las 1:41 amExcelente!
Y callamos de más. Y decimos de menos
Patricia
21 September, 2018 a las 5:08 pm¡Gracias! 😀