Observar un cielo oscuro vestido de estrellas, escuchar el rumor de las olas del mar como canción sin final y sentarse junto a un amasijo de pensamientos como compañía.
La alegría flotando en el aire. Risas y confidencias al amparo de la luna y con la complicidad del verano recién llegado. Rituales sacados de internet, listas preparadas para arder y el fuego como elemento central. El mismo que renueva ideas, conciencias y ánimos. El que consume papeles, rastros y lágrimas. El mismo que purifica. Un antes y un después para algunos. El destino final de muchos pensamientos.
Y que, por haber, hay pensamientos efímeros. Que brotan y se cumplen. Que llegan y vencen. Que se imponen sin resistencia y consiguen su objetivo en tiempo récord. O con un pequeño esfuerzo.
Pero también los hay que se repiten. Que van y vienen, que no terminan de desaparecer, quizá por no escucharlos y hacerles caso cuando nos hablan. Por no solucionarlos a tiempo o por no darles espacio para crecer. Por no darles la importancia que tienen o por dársela toda, quizá demasiada. Hasta el punto de hacerse enormes, de llegar a impresionarnos. E incluso de darnos miedo.
Porque hay ideas que asustan tanto que paralizan. Que nos hacen caer en el error de pretender olvidarnos de ellas. Pensar que no son posibles, ni alcanzables ni merecidas. Que son osadas en exceso, atrevidas, escandalosas. Que jamás de los jamases. Que ni en el mejor de nuestros sueños.
Mientras que hay ideas que nos llevan a otras que resultan ser mejores. Como una suerte de puentes. De catapultas. Como un feo gusano que se transforma en mariposa. Ideas que no dicen nada al principio. O en apariencia.
Hasta que lo dicen todo, y se convierten en hechos. En triunfos. En las grandes ideas.
Y es que dicen que el verdadero poder está en nuestra mente. Y en lo que pensamos. Que los pensamientos son motor, construyen futuro y hablan de pasado. Y de nosotros mismos. Que son causa y se traducen en actos, en oportunidades y en realidad.
Que acabamos atrayendo aquello a lo que le demos fuerza. De cabeza y de corazón. Queriendo o sin querer. Para bien o para mal.
Y que si lo bueno, se intenta no soltar, para dejar atrás lo malo, a veces hay que dejar de pensar. Cambiar de pensamiento, mirar las cosas desde arriba y saltar lo más fuerte posible para salir de donde estemos.
Saltar esas lágrimas amargas que retienes desde hace demasiado. Las que te arden por dentro y arrasan al brotar. Las que te nublan la vista, los sentidos, el sentir. Dejarlas salir y volver a respirar.
Saltar ese dolor que te atenaza en los momentos a solas. Cuando se calla el mundo y se escucha por dentro. El que está ahí aunque finjas no sentirlo. El que no desaparece por si solo. El que solo mirándolo a los ojos puedes llegar a enfrentarlo.
Saltar libre. Lo más alto que puedas. Y deja todo lo que te impida saltar. Lo que haga que tus saltos sean tan pequeños que apenas se noten. Lo que te robe altura, aire y libertad. Lo que te domine desde fuera hasta dentro. Lo que te incomode, te obstruya o te frene.
Saltar todas esas decepciones que te borraron la sonrisa en algún momento. O por demasiado tiempo. Las que te inventaste o las que te contaron. Amorosas, personales y demás expectativas incumplidas.
Saltar la soledad. La no deseada, la autoimpuesta y la resignada. El sentirte fuera de lugar, el haber perdido la orientación, el ánimo y las ganas. Ya sea en parte o por completo. A la fuerza o por renuncia.
Saltar obstáculos, piedras y zancadillas. Vengan de donde vengan. Incluso de ti. Salta lo que te impida llegar, avanzar o soñar.
Saltar esos miedos que te paralizan. Los que has dejado que se instalaran en la habitación de al lado, en tu armario o debajo de tu cama. Los que niegues sean importantes y, sin embargo, te condicionen a diario.
Saltar esas dudas que te impiden ver con claridad. Las que te restan confianza, seguridad y estabilidad. Las que te hacen creer que no. Que tú nunca bien, o que tú siempre mal.
Saltar las eternas preguntas sin respuesta. Las respuestas que no dicen nada, las absurdas esperas que no acaban nunca. El darte sin más a costa de todo. El ser el descosido que todo arregla. Menos a ti mismo.
Saltar con fuerza. Con pulmón, grito y aire. Recuperarlos cuando más sientas que te faltan. Cuando sientas que te fallan. Cuando creas que no puedas más.
Saltar lugares, esos en los que no te quieres ver. En los que no sabes como llegaste, o lo sabes demasiado bien. Esos segundos lugares, últimas posiciones o el postre que nadie quiere. O ese primer puesto que acaba sabiendo a derrota.
Saltar esos pensamientos que te azotan. Que te zarandean y te tiran al suelo en más de una ocasión. Los que no te llevan a nada, salvo al dolor. Los que no te dan tregua y te roban la paz. Los que puedes evitar, pero te has acostumbrado demasiado a ellos.
Saltar esos silencios que te callan cuando más quieres gritar.
Saltar esas negativas que te das. Las que no mereces. Las que te obsequias constantemente o en momentos clave. Las que te niegan ser más, a pensar mejor, a saber esperar y cuándo no. Las que te impiden actuar, soñar o pensar con claridad.
Saltar todo aquello que te haga sentir menos. Inferior, insignificante, a la sombra. Un escalón por debajo, un paso por detrás. Lo que has permitido que te dañara. Los detonantes que te hagan saltar sin más. Explotar a lo grande. Romperte en pedacitos.
Saltar sobre personas que no están dispuestas a saltar contigo. Ni a tu lado, ni a verte saltar. Las que te estiran hacia cualquier lado al que no quieras ir. Las que tiran de ti sin preguntar. Las que están cuando quieren estar. Y desaparecen sin más.
Saltar las olas que vienen con fuerza y que parece te van a derribar. Las que incluso lo hagan. Las que vienen de frente y las que te pillan por sorpresa. Las que te hacen tragar agua, amargura y decepciones varias.
Saltar sin importar si te salpica el agua, si te mojas o si te caes de lleno en el agua.
Saltar. Y ver qué pasa después.
Patricia Ayuste.
2 Comentarios
Arpon Files
27 junio, 2019 a las 2:16 amFantástico!!
Patricia
3 julio, 2019 a las 7:09 amGracias!! ???