Una bicicleta con el sillín desgastado, los ojos entrecerrados por un sol radiante y un alegre acento andaluz que desprende sencillez.
Paco. Un rostro desconocido que se cruza de manera aleatoria con tus pasos una tarde cualquiera. Una de esas personas que sabes que no volverás a ver o que, en caso de hacerlo, es más que probable que no os reconozcáis el uno al otro, aunque tampoco es algo que te preocupe. Una conversación que no tendrá continuación pero que, ahora, tiene todo el sentido.
Una pregunta intrascendente lanzada al azar, que no sabes bien cómo responder y que te saca de tu mundo. Que te arranca en un segundo de esa conversación interna que no auguraba buenos resultados y en la que se entremezclaban tus bucles, neuras varias y fruncimiento de ceño involuntario.
Una pregunta que te hace salir de esos círculos viciosos en los que, de vez en cuando, caes con facilidad. Y quizá con demasiada frecuencia en los últimos tiempos. O quizá sea un hábito que ya has asumido, el de moverte entre huracanes, remolinos y arenas movedizas. En los que te ves entrar pero no ves ninguna pista para salir.
Y que sientes –y sabes- que no es tu sitio. Que no te gusta lo que ves ni los cuentos que te cuentas.
Y sientes que la tierra se seca a tus pies, que las flores se marchitan ante tus ojos y que el aire se vuelve demasiado cálido. Del que quema más allá de la piel, de los pulmones, de lo soportable. Un fuego que arde por dentro, que hiere y que ahuyenta a todo aquel que trate de tocarlo, acercarse o apagarlo a las bravas.
Un fuego que adivinas acabará en desastre si no lo frenas antes.
Porque hay desastres que se ven venir desde la distancia. Que los oyes aproximarse, que los ves cómo crecen y cómo dejan todo a su paso. Como mueven las cosas que tocan, las elevan y las estampan sin piedad contra el suelo. Y quien dice cosas, dice palabras, sentimientos o fuerzas.
O incluso personas.
Y que muchas son las personas que los dejan estar. Que subestiman lo que ven, lo que sienten, lo que adivinan. Que no se mueven ni tratan de evitarlo, aunque vengan directos hacia ellas. Que prefieren esperar a que pase, a que otro lo remedie, a que al final no sea para tanto.
Mientras que hay quien no se espera a nada. Ni a nadie.
Hay desastres que engañan. Que no parecen serlo, que no despiertan curiosidad ni miedo, y acaban siendo los más indeseables. Los que se llevan en silencio, por dentro, sin exponerlos. Hasta que salen por sí mismos. Los que devienen en fuego que arrasa o en diluvio que arrastra. Los que no dejan nada igual cuando acaban. Los que acaban de la peor de las maneras.
Mientras que hay desastres a menor escala. Los que vienen de una pregunta capaz de agitar tu mundo. De ponerte en jaque, en pie de guerra o en la cuerda floja. De una duda no resuelta que no parece vaya a tener respuesta. De una respuesta que es, cuanto todo, menos la esperada.
Algo con lo que no contabas, ni quieres, y de repente se convierte en necesario. Algo que te hace elegir a la fuerza, que te da poco margen para pensar o que te exige ir en tu propia contra. Algo que te pone a prueba y te obliga a improvisar.
Un pequeño desastre que te lleve un poco al límite y que creas que será demasiado. Pero que no lo será tanto.
Como desastre es que desde fuera se vea más claro que desde dentro. De ti, y a través de ti. Que otros vean lo que no sabes o no puedes ver, aunque lo tengas delante. Que andes a ciegas mientras otros adivinen la caída. Que te tiendan cuerdas que no sepas coger a tiempo. O con la energía precisa. Que te muestren puentes por los que no te decidas a cruzar.
Y te quedes en el borde, mirándote los pies sin atreverte a moverlos.
Desastre es tener a quien no quiere permanecer a tu lado pero decide seguir ahí. Estando sin estar. Hiriendo en pequeños detalles, en las distancias más cortas, en los días más tontos. Quienes un día sí, pero hoy ya no, mientras se lo permites.
Como desastre es permitirte perder a quien sí sabe estar. Y quiere. Pero un día se cansa.
Y que hay desastres que se convierten en la mayor de las suertes. Que se llevan tras de sí las hojas secas, los restos de cenizas y los sentimientos muertos. Que iluminan sin quemar.
Que te dejan el camino libre, el pensamiento vacío y las manos limpias para colorear de nuevo. Para descubrir nuevos tonos, nuevos matices y nuevos lienzos.
Desastres que te enseñan más, conforme el daño es más alto.
Desastres que te enseñan a moverte antes, a pensar menos y a atreverte más. A saber arriesgar y esperar.
Porque de los pequeños desastres siempre surgen pequeños brotes.
Patricia Ayuste.
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