Un cielo encapotado que amenaza tormenta de las fuertes, una lista de reproducción aleatoria sonando por los cascos y un suelo repleto de hojas caídas y con color a otoño.
Otoño.
Sentir que el año se consume y se te esfuma a la velocidad del rayo. Como ese mismo que ha cruzado el cielo y te ha recordado que vas sin paraguas en un día así, y una vez más. Con mil y una prisas, como siempre, corriendo de aquí para allá como tónica habitual y presentándote tarde a casi todo. Por no decir a todo.
Saber a ciencia cierta que saltas de una cosa a otra mientras llevas una tercera a medias, estás pensando en la siguiente y no terminas de acabar ninguna de ellas. Tratar de llegar a todo lo que te propones en tus momentos más optimistas, en tus momentos de “vamos, tú puedes”, o en cada subidón.
Intentarlo y ver, a la primera de cambio, que no llegas ni a la mitad de la mitad.
Sentir esas primeras gotas de agua en la cara, el viento alborotando tu pelo y el peso de esa lista aleatoria e inacabada. Y lamentarte.
Por ti. Por olvidar tan a menudo lo que tienes delante, en tus narices, y que, con las prisas, no sueles mirar bien. Ni prestarle la atención que se merece. Ni asegurarte de que está en su sitio, de que no se ha ido a ningún lado y de que está perfectamente. Sea el paraguas, las llaves de tu casa, o tu vida en general.
Sean esos cumpleaños que antes aguardabas con celo a que diera la media noche para que nadie se te adelantara al felicitar. Sean esas tardes de amigos improvisadas, en las que sabías como empezaban y no como acababan. Sean esas noches sin planes que te llevaban a salir sin tener hora de llegada y que acababan siendo las mejores.
Sean esas calles que antes te parabas a admirar y recorrías sin reloj, sin hashtags de Instagram ni indicaciones de Google maps. Cuando preguntabas después de dar un par de vueltas y no saberte orientar. Cuando no tenías prisa por todo.
Cuando te perdías de verdad pero siempre había a quien preguntar y que te ayudara a volver sobre tus pasos.
Lamentarte por restar importancia como medida defensiva. Como modo de ahorro de energía, de disgustos y discusiones. Hacer de menos muchas cosas, que en el fondo te importan, y mucho. Y lo sabes de sobra. Tratar de justificar lo que no y dejar para luego lo que sí. Lo que debería ser ahora, pero decides que no… sea cual sea la excusa.
Lamentarte por no hablar antes, en el momento, cara a cara. Por dejar para luego, para después y hasta para nunca. Hablar sin emoticones de por medio, “me gustas” ni filtros que valgan. Por no decir realmente lo que quieres decir. Si no lo que esperan. Lo que te hace quedar de tal o cual manera. Lo que suena mejor, más polite, más políticamente correcto. Y arrepentirte poco después. O en el mismo momento.
Lamentarte por posponerte. Una y otra vez. Con cualquier tipo de excusa, sin miramiento y con todo el descaro del que eres capaz. Sabiendo que no será la última y que hay lecciones que cuesta mucho aprender.
Aunque notas que cada vez, las aprendes antes.
Dar luz verde a todo lo demás mientras te dejas a ti para después. Para momentos mejores, más tranquilos, más adecuados. Como si los hubiera. Pero darte igualmente cuenta de dónde te sueles dejar. Y sentir que quieres salir de ahí. De la línea de defensa, del banquillo o de la lista de espera.
Sentir que puedes caminar bajo la lluvia sin necesidad de salir corriendo para no mojarte. Que corriendo no siempre llegas antes. Ni mejor. Que las prisas no son buenas y que las caídas bajo el agua duelen. Que correr no acelera esa lista aleatoria y pendiente, ni te pone en primera fila ni te ayuda a encontrarte si te pierdes.
Sentir que puedes caminar bajo cualquier tormenta, de la mano de quien hoy ya baila contigo bajo la más tonta de las lluvias.
Sentir que, si quieres ver de verdad el arco iris, debes pasar primero por la tormenta.
Aunque te cale hasta las huesos.
Y que puedes buscar refugio de la lluvia debajo de cualquier techo, de cualquier árbol, de cualquier paraguas.
Sin olvidar que, si no te alejas de esa nube negra, jamás pasará la tormenta.
Patricia Ayuste.
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