Dicen que se necesitan muchos tropiezos para aprender a andar.
Que hay que caerse demasiado para dar valor a estar de pie. Y tratar de estarlo en todo momento. Que por veces que caigas, siempre hay que levantarse una más y quedarse el tiempo justo a ras de suelo. Que es seguro que, andando, te harás daño en los pies con la misma piedra en más de una ocasión. Incluso en distintos caminos.
Pero que, a partir de la segunda, será cosa tuya.
Que hay que sentir muy próximo el vacío bajo los pies y el pulso desbocado para decidirse por un gran salto. Aunque sea con los ojos cerrados y sin paracaídas. Decirte que no le temes al precipicio. Y dejar de aferrarte a aquello que te hace cualquier cosa, menos bien. Aquello que te hace soltar la mano de quien te la ofrece en los días malos. Aquello que te hace perderte lo bueno que tienes delante o a tu alcance.
Y que, a veces, no hay que esperar a que otro salte para hacerlo tú primero.
Que hay problemas que, por mucho que te calles, no hay manera de disimular por fuera. Que se reflejan en tus ojos y le restan color a tus mejillas. Que van a más, te ganan terreno y te hacen retroceder. Problemas a los que no puedes hacer oídos sordos ni girar la cabeza hacia cualquiera de los lados.
Que hay a quien le resulta más fácil seguir quemándose por dentro que apagar el fuego. Por comodidad, miedo o por lo que sea.
Porque es habitual querer abandonar cuando descubres que han cambiado las únicas preguntas de las que te sabías todas las respuestas. Momentos en que no te crees capaz cuando lo eres de sobra. Momentos en que las cosas empeoran cuando pensabas que no podrían torcerse más de lo que ya lo estaban.
Segundos en que crees que te ahogarás, cuando estás a un centímetro de tocar suelo. Y a un deseo de llegar a la orilla. Y que, si quieres, puedes flotar sobre las olas.
Que hay arenas movedizas sobre las que no es fácil andar y entre las que te puedes perder. Y hundir hasta lo más profundo. Que quizá tendrás que pedir ayuda, sacar un brazo como sea o pegar un grito tan fuerte como puedas. Que puede no resultar sencillo salir indemne, pero poder, se puede.
Que hay cenizas que hay que dejar que se apaguen primero para poder recogerlas. Y deshacerte de ellas. Que las prisas no suelen ser de ayuda y que, aunque hubo fuego, no siempre es buena idea tratar de encenderlo de nuevo.
Y que hay cerillas que es mejor mantener bien lejos.
Que hay cosas que nunca dejan de hacerte daño porque nunca te atreves a plantarles cara. A cantarles las cuarenta. Que da igual qué excusa inventes o lo que te quieras contar. Que trates de ocultarlo, de esconderte o de huir. Que las cosas siempre salen. Y los miedos.
Que es mejor dejarte llorar –y que te vean- que romperte por dentro.
Que, a veces, para ganar, hay que dejar de insistir. Y perder por goleada. Alejarse cuanto antes. Poner distancia. Cambiar de letra y hasta de abecedario. No escuchar los cantos de sirena. Quitarse los zapatos, las piedras y las penas. Y soltarte de clavos ardiendo.
Dejar de preocuparte por los puntos suspensivos. No esperar tanto –ni a todas horas-, ni tratar de encontrar explicaciones para todo. Dejar de buscar agujas imposibles de ver y de perderte en pajares donde no quieres estar. Dejar de batirte en duelo por cada estupidez que se te ocurra o por cada sinsentido que otros pongan en tu camino.
Saber que todo tiene solución. Hasta lo que no la tiene.
Tratar de contar con alguien que te preste el valor que a veces te hace falta. Y saber que no hay nada malo en ello. Saber que es una suerte tener quien te de la mano, quien grite contigo o te acompañe hasta llegar a la orilla. Tener quien salte a tu lado, te aparte del fuego o te ceda su hombro para cuando te flaqueen las rodillas.
Que el problema, con frecuencia, es quererlo todo ya. No entender que las cosas llevan su tiempo. Que no es el mismo para todos, ni siquiera para ti. Que no siempre es posible acelerar el paso más de lo que ya lo haces. Que correr antes de tiempo o en dirección contraria puede echarlo todo a perder.
Pero también es cierto que correr puede salvarte y no es siempre cosa de cobardes.
Y que, a menudo, es mejor no esperarse a contar hasta diez para salir corriendo.
Patricia Ayuste.
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