Dejar lo que me quema las manos. Lo que me estruja el alma. Lo que cierra cada una de mis válvulas. Apartar lo que me reste libertad, lo que añada sofocos, lo que me deje indiferente por completo. Lo que no me lleve ni para adelante ni para atrás, ni hacia ningún lado. Echar el freno en el mismo momento en que la velocidad me dé verdadero miedo y en el que riesgo esté en sus valores más altos. Bajar la persiana cuando necesite un soplo de aire fresco.
Y no esperar a que sea demasiado tarde.
Aspirar el olor de las páginas de un libro. De la canela en polvo. Y de la vainilla en rama. Del café recién molido. Del chocolate caliente que me hace añorar mi infancia y despertar en casa de mi abuela. Y sus desayunos. El olor a limpio, a tierra mojada y a leña. A incienso. A pan y bizcochos que acaban de salir del horno. Al aire fresco de la montaña.
Aprender a no pensar en nada. A dejar de preocuparme por todo. A Poner la mente tan en blanco como puedo. Olvidar las prisas en algún cajón cerrado con llave. Y tirarla al mar. Romper las listas interminables que no pensaba cumplir de todas formas y otros agobios no clasificados. Medir el tiempo en suspiros, en carcajadas compartidas, en minutos de audios de whatsapp. Sentir que no necesito nada más.
Y que los que son, son los que están.
Abrazar la pausa que llega después de un brusco acelerón, el silencio después del caos, la calma tras el vendaval. Apagar el ruido y contagiarme de la risa de un niño. Perderme en el repiqueteo de la lluvia contra el cristal, en el cantar de las chicharras, en el ruido del agua rompiendo en la orilla. En los acordes de esa canción que tan bien me sé –o que tan bien me invento–.
Los días en que pierdo la noción del tiempo y del espacio. Dormir lo suficiente. Y sin despertador. Remolonear en la cama. Y desayunar. Y remolonear un poco más. Una larga siesta, si puede ser bajo el sol. No saber en qué día vivo. Y que no me importe. Los viernes tarde, las mañanas de domingo y el primer segundo de vacaciones. Sentir que el tiempo es un regalo. Que es todo mío.
Y que quiero –y puedo- vivir sin reloj.
Sentir cómo se me hunden los pies en la orilla de la playa, la caricia de la brisa en la cara y la paz de no querer estar en ningún otro sitio. Leer en la terraza, explotar burbujitas y sumergir en leche las galletas María de toda la vida. La emoción cuando se apagan las luces en el cine y llega el silencio. Y comienza la acción. Las vistas desde lo alto de la noria.
Subirme la autoestima por las nubes, por el cielo y por todas partes. Regarme cuando me falte agua, cuidar mis raíces y podar las ramas que me sobren. Quedarme en esas conversaciones que curan, en esas risas que alivian, en esas personas que reconfortan. No dar nada por sentado, ni ponerme tan traba.
Ser yo y que no me preocupe –ni interese- impresionar a nadie. Seguir mis ideales, mis instintos, mis corazonadas. Hacer lo que más me gusta, lo que me eriza la piel, lo que me ayuda a no desfallecer. No caer en absurdos compromisos. En evitables disgustos. En ridículos desvelos. Olvidar mucho más rápido. Y reír mucho más alto.
Y no escatimar ni un solo minuto en mí.
No tener miedo. Sino el necesario y justo. No volver a vivir en segundo plano, a cuestionarme tanto y a enamorarme de fachadas. Aprender a ver luz en lugar de sombras, ganancias en las pérdidas y a no dejar espacios en blanco. A bajar el nivel de alerta, a improvisar sin tanto ensayo y a levantar -de una vez- la vista del suelo.
No perderme ni una sola caricia. Ni solo un piropo. Ni la más diminuta sonrisa. Dar más, sin esperar a lo que viene después. Dar más besos en la frente, cariño sin acuse de recibo y regalos que no vienen a cuento. Dejarme arrastrar por los reencuentros con los de siempre. Los que pasan por algo. Los que no caen nunca en el olvido.
Poner todo de mi parte para dejar que la felicidad me encuentre. Y se quede. No esperar ni mucho ni poco. Y desesperarme muchísimo menos. Abrir los brazos a lo que llegue y saber decir adiós a tiempo. Apostar por esas ilusiones que son capaces de mover paredes, montañas y mundos.
Y moverme siempre que sienta que ya no estoy donde realmente quiero.
Aprender que no importa lo despacio que vaya, sino que no me detenga. Que no desaproveche nada que sume ni aquello que mejore mi humor. Mi día. Y mi vida.
Aprender que las prisas nunca fueron buenas compañeras.
Y que el secreto, muchas veces, está en cocinar a fuego lento.
Patricia Ayuste.
6 Comentarios
Lovely
24 mayo, 2021 a las 8:31 amBeautiful thoughts and very well written! This is refreshing! Thanks for sharing.
xoxo
Lovely
http://www.mynameislovely.com
Patricia Ayuste
24 mayo, 2021 a las 9:32 pmThank you for visiting and reading 😉
Take care.
Anabel
24 mayo, 2021 a las 11:53 amGracias, Patricia, por tu sensibilidad ?
Ahora, quiero, y puedo, vivir sin reloj
Y doy gracias a la Vida!!!
Patricia Ayuste
24 mayo, 2021 a las 9:34 pm¡Mil gracias, Anabel! Disfruta de vivir sin reloj y a tu ritmo 😉
Un abrazo,
Patricia.
Pepa
4 junio, 2021 a las 4:44 pmMe encanta y comparto mucho esa filosofía de vida lenta, haciendo solo lo que nos hace bien.
¡Un abrazo enorme!
Patricia Ayuste
4 junio, 2021 a las 5:17 pmY no solo la compartes, sino que inspiras con tu filosofía de vida 😉
¡Un abrazo grande, guapa!