El olor a café.
Ese recuerdo de algo que sentía familiar, a ese calor humano que reconforta, a esa paz que llega siempre después de cualquier tormenta, por tenue que sea. Cuando los segundos parecen cambiar de ritmo, parecen bajar las revoluciones, ralentizarse y querer acompañarte. Cuando se te concede una tregua, un tiempo muerto con el que no contabas, un breve descanso. En el que se cuela un poco de aire. Un rayo de luz.
En el que no hay más protagonista que tú.
En ese momento, ese mismo olor a café me transportó a otro lugar. Lejos de allí, lejos de aquel rincón en el que no había previsto estar aquella tarde. Ese es el problema muchas veces, las previsiones. Una cafetería cualquiera a la que había llegado de manera accidental, fortuita, totalmente improvisada. Y en la que me vi de alguna manera obligada a entrar, a sentarme, a esperar. Aunque alternativas, hubiera muchas otras.
Un reflejo.
El mío. Un rostro cansado que mira con ojos de resignación. Con aires de desencanto. Con una tristeza difícil de maquillar. Unas llaves olvidadas tienen la culpa. Bendita cabeza la mía. Que queriendo abarcar mucho, albergando grandes ideas, superlativos planes con extraordinarios éxitos futuros, se deja fuera lo superfluo. Lo más sencillo. Lo que cualquiera recuerda con los ojos cerrados. El día a día. Las llaves, la lista de la compra, el por favor y las gracias. El corazón y sus motivos.
Un vidrio en el que me veo por primera vez. En el que miro a través de él, más allá. La calle. La gente. Una tarde con tintes de noche. Un frío cristal y una perspectiva distinta. Que no tiene por qué ser también fría. Es curioso como en cuestión de segundos puede cambiar nuestra forma de ver las cosas. La tonalidad con que percibimos la realidad. La posición desde la que nos acomodamos. La lejanía o cercanía que sentimos.
Que nuestra forma de ver depende precisamente de eso, de la postura que adoptemos, de lo mucho que frunzamos el ceño. De la luz, la que dejemos entrar y la que obstaculicemos, del tiempo que le queramos dedicar. Del tiempo que nos dediquemos. De los planes que estemos dispuestos a dejar que se tuerzan sin hacer un drama por ello. Sin dejar que eso nos condicione, nos limite, nos impida hacer otras cosas.
Porque las cosas, simplemente, no siempre salen como quieres. Ni siquiera como planeas. Pero de alguna manera, salen. Y no por ello desmerecen o valen menos. Y no por ello tienes menos mérito. Salen como salen. Y lo mejor es aceptarlo. Aprender a tenerlo en cuenta. A lidiar con ello. A no verlo como un punto muerto. Sino un vaivén. De personas que van y vienen. De emociones que suben o bajan de tono. De oportunidades que se crean y de aquellas otras que destruimos.
De esas oportunidades que no vemos como tal, ni que se multiplican por sí solas, ni la posibilidad de que sean infinitas. Porque andamos distraídos. Vagabundeando por pequeños laberintos, que nos obstinamos en enrevesar de más o en crear de la nada. Porque nos perdemos en nuestro empeño de complicarlos, en nuestra manía de hacer crecer los setos, de borrar nuestras propias huellas. En lugar de buscar las salidas. En lugar de buscar los puntos de luz que nos den respuestas. En lugar de optar por no entrar en ellos. Directamente.
En lugar de elegir seguir adelante.
Como la vida. Que siempre sigue. Te detengas o no. La pretendas seguir hombro con hombro, sin darle un respiro. Sin darle tregua para que no se escape. Para que no te despiste y te deje atrás. Para que no te deje con palabras por cumplir y sueños que bordar. Para que no se haga mayor antes de tiempo.
Porque la vida sigue aunque te excuses. Aunque te inventes tus propias justificaciones y te las acabes hasta creyendo. Una y otra vez. Posponiéndolo todo y posponiéndote a ti mismo. Para mañanas mejores y más prometedores. Para esas tardes de cafetería elegidas, que no al azar. Para esos planes en que te empeñas saldrán como quieres. Sin darte cuenta de dónde estás poniendo el foco. Y lo que estás dejando fuera.
Y que pocas son las veces que nos paramos a pensar. En nosotros, en dónde estamos, en si nos gusta ese café que tenemos entre las manos. En si sabe tan bien como huele. En si nos da igual que afuera llueva. En si sabemos dónde iremos luego o si acaso nos importa. En si mañana será otro día igual que todos o si de hoy todavía podemos sacar algo. Hacer algo. Disfrutarlo.
Y que pocas veces vivimos la vida como lo que es. Como una sucesión de momentos presentes. De segundos que terminan. De mañanas que empiezan hoy mismo. Error. Por no verlo. Por andar pensando en esto o en aquello. En lo que debo o no debo. En lo que, dicen, es mejor o peor. En tantos otros…
Que nos olvidamos. De mirar por el cristal más a menudo. De conocer nuevas cafeterías, degustar nuevos cafés, buscar salidas a los laberintos. De buscar nuevas puertas, y dejar atrás las que ya no se abren. O las que muestran algo que ya no nos vale.
Y aprender.
Que la vida es eso que pasa mientras tomas un café.
Mientras te olvidas de las llaves, las prisas y los porqués.
Mientras miras a través de un nuevo cristal.
Patricia Ayuste.
2 Comentarios
Arpon Files
24 enero, 2018 a las 5:08 pmGran verdad! Pocas veces vivimos la vida como lo que es…
Entre suspiros y un café
24 enero, 2018 a las 9:26 pmAsí es, la vivimos detrás de cristales oscuros que nos cuesta un poco limpiar… Pero cuando entra la luz… ¡cómo cambia la cosa!