Una estación con aires de otro siglo. Olor a café recién hecho. Abrazos que cuentan historias y que llenan los más profundos silencios.
Un tren que arranca y un bonito paisaje de fondo, mientras un libro abierto descansa en mis rodillas. La magia de Kate Morton. Mi autora favorita y su última obra, un acierto seguro para un trayecto especial. De esos que haces una vez a las mil, y que intentas que como mínimo una vez al año. Que sin ser un gran viaje ni un día crucial, siempre tiene su aquél.
Viajar. Con un motivo en concreto, con una docena de ellos o en búsqueda de alguno. Recorrer kilómetro por una persona que espera en otro lado, por un deseo que no puede aguantar a cumplirse, o por el simple hecho de querer trotar por el mundo. Un viaje, sea cual sea. Por pequeño y breve que parezca.
Todo cuenta.
Sobre todo llegar. Y encontrarte con una estación llena de historias. De ilusiones que mueven mundos, de personas que van y vienen, y de algunas, que no se van nunca. De personas que se van sin mirar atrás, pero también de las que vienen a quedarse para largo. O para siempre. De las que parten para lograr algo, de las que regresan tras muchos pasos. Y peleas. Y triunfos.
Historias de personas, de despedidas que no quisieran terminar, de maletas repletas de anécdotas, de sueños, de vida. Andenes que atesoran secretos, abrazos y esperanzas de lo más variado. De quienes viajan, pero también de quienes se quedan. De quienes observan en la distancia. De quienes contienen a duras penas la emoción.
Historias de sentimientos mal disimulados, de palabras con mucho sentido, de cariño a raudales. Del amor que se respira tras las puertas de llegada. Esas de las que nos habla una conocida película. De cómo borran el pesimismo y ayudan a creer. En el mundo, en las personas, y en ese amor. El que dicen está en todas partes. Aunque a veces cueste un poco sentirlo. Aunque a veces parezca hasta esconderse.
Pero que si buscamos, lo encontramos fácilmente.
Aunque sea una vez al año, una a las mil o de uvas a peras. Que a veces, lo de menos es la frecuencia, y lo que más la calidad. Del momento, del abrazo, de lo que encontremos al llegar a la puerta de llegada. De lo que se da y lo que se recibe. De lo que hacemos, que tanto dice de nosotros. Y de lo que recibimos, tanto lo bueno, como lo que nos deja sin palabras.
Que quedarse sin palabras, a veces no tiene precio.
Y sea una, cinco que veinte veces al año, hay momentos por lo que vale la pena esperar. Por los que vale la pena subirse a trenes, releer libros y mirar por la ventana. Por los que vale la pena recorrer kilómetros y estaciones, dar abrazos y vivir despedidas. Y emocionarse.
Y sentir que volverías a repetir con tal de volver a vivirlo.
Y una vez al año, viajar a ese lugar que tan bien conoces, a uno nuevo o disfrutar de donde estés. Hacer y deshacer maletas, coger trenes, aviones y abrazos. De esos que solo te permites en ocasiones especiales. Ya sea por tiempo, por distancia, por dejadez. Que aunque hay hábitos difíciles de cambiar y obstáculos complicados de salvar, siempre hay un roto para cada descosido.
Que nada como mantener lo sencillo, las costumbres, los reencuentros más allá de Navidades, de fechas señaladas o de cuestionables obligaciones. Que nada como hacer fácil lo que complicamos sin explicación.
Una vez al año, darte cuenta de lo rápido que pasan los días, los meses y la vida, en general. Como si las estaciones duraran cada vez menos y los momentos llegaran cada vez antes. Como si se te escaparan las oportunidades, las cosas que dijiste pero nunca hiciste, los besos que prometiste regalar. Los pensamientos que no compartiste, las maletas que dejaste a medias, los bailes que no te atreviste a improvisar.
O esos cafés que se quedan pendientes, que se enfrían en la mesa, o que no se llegan a servir. Que se quedan en palabras, de esas que se lleva la más suave brisa. Cayendo en cualquier charco y desapareciendo en el olvido.
Una vez al año, para girar esa esquina, cruzar esa calle, tomar ese salida. Para ir, venir, equivocarte y reírte de ti. Para ir lejos en búsqueda de tus sueños. Lo más lejos que puedas.
Una vez al año para comprobar que todo cambia, pero hay esencias que no se pierden por el camino. Que hay caminos que con el tiempo siguen juntos, paralelos, y floreciendo. Que multiplican sus bifurcaciones, sus giros, sus surcos. Pero que no se separan más allá que lo justo.
Una vez al año para recuperar esos rostros, esos recuerdos, esas risas. Las que no se olvidan al pasar de los años. Para volver a ponerte de nuevo ante esas vistas que te enamoraron en su momento, y que vuelven a hacerlo cada vez que las ves. Y mirarlas como la primera vez. Como si la última vez hubiera sido ayer, y no hace tanto.
Una vez al año, a la semana o al día, para hacer más. De ti y por ti. De lo que te acelera el pulso y da emoción a tus segundos. De lo que siempre te quedes con ganas de más. De lo que hace que tus rutinas no lo sean tanto y que el tiempo cobro otro sentido.
Y tratar de hacer bonitos tus viajes, tus historias y cada café que te tomes. A solas o en compañía.
Ya sea una vez al año, cada 10 minutos o cada uno de tus días.
Patricia Ayuste.
4 Comentarios
Pepa
8 febrero, 2019 a las 4:39 pmHola Patri! Me ha encantado!
Yo soy de las que intenta hacer, de todo algo bonito y a poder ser TODOS LOS DÍAS.
Un abrazo gigante!
Patricia
9 febrero, 2019 a las 5:46 pm¡Hola guapa! Bonita filosofía de vida 🙂
Un abrazo grande guapa.
Arpon Files
10 febrero, 2019 a las 12:08 amViajar, leer y conocer… un trío que le da gran sabor a la vida. Un gran abrazo
Patricia
10 febrero, 2019 a las 11:24 amTotalmente de acuerdo 😉
Gracias por leer, feliz domingo.