La sala de espera de una estación de autobuses en plena madrugada, un ir y venir de personas con maletas y un doloroso mensaje guardado en el bolsillo del pantalón.
Una despedida. Fría como el hielo, aunque desde fuera pueda parecer otra cosa. Dos personas que caminaban juntas pero que en realidad no se acompañaban. Una ciudad de regreso, una noche cualquiera y una promesa de volver a verse sin ninguna intención verdadera.
Un camino que de repente se bifurca en dos muy dispares, si bien nunca fue uno solo. Que se comenzó a recorrer entre risas desmedidas, ideas descabelladas y muchos nervios en el estómago. Pensando que sería fácil, que llegaría muy lejos y en el que todo iría bien. Y en el que, al principio, todo lo fue.
Porque hay historias que comienzan mejor que bien. En las que las cosas tienen sentido, las palabras encajan y las respuestas salen solas. En las que los planes se multiplican hasta hacerse infinitos, y crecen las prisas por cumplirlos. En las que crees que puedes confiar sin más y esperar sin miedo.
Historias de las que quieres formar parte.
En las que restas cualquier tipo de importancia a cualquier tipo de duda. A cualquier tipo de susto. A cualquier salida de tono. Como si no fuera a haber más, ni a doler ni a molestar. Como si no fueras a tropezarte de nuevo y el último titubea no hubiera sido para tanto.
Historias que avanzan sin freno aunque alguna de las curvas te haga contener la respiración. Aunque en alguna de las imágenes no sonrías como cabría esperar. Aunque el café se enfríe mientras algunas cosas pasan, pero nadie dice nada.
Aunque estando junto a alguien, te sientas más a solas que nunca.
Porque hay personas que dicen estar, pero hacen todo lo contrario. Quienes están para sí, pero no para ti. Aunque tú sí lo estés. Aunque pongas todo de tu parte, te vuelques e incluso renuncies a una parte de ti. Por estar y ser.
Personas a las que se les intuye desde el minuto cero, si no andaras inventando excusas, haciendo oídos sordos y mirando hacia otro lado. Si decidieras escuchar mejor a ese río que, dicen que cuando suena, es por algo.
Personas en quienes quieres creer, incluso cuando tu instinto te avisa de lo contrario. Quienes, tarde o temprano, te enseñan su lado B, su cara menos amable, la menos estudiada pero la más real. Quienes te intentan convencer de su verdad, de sus razones y de tus sinsentidos.
Sin escuchar lo que tengas o quieras decir.
Siendo, en muchas ocasiones, lo mejor que te pueden mostrar. A no parecerte en lo más mínimo.
A enseñarte que, aunque hay veces en que hay algo que quieres añadir y conversaciones que te gustaría acabar, no siempre es la mejor idea, ni la mejor respuesta. Que siempre hay otros caminos que seguir, otras palabras que escuchar y personas con quienes las curvas no den nunca miedo. Por suerte.
Personas que viajan contigo y no solo a tu lado. Quienes no se bajan en la primera estación de paso, te enseñan a saltar de algunos trenes y a correr detrás de otros.
Quienes hacen planes en lugar de romperlos continuamente. De posponerlos. Y de cuestionarlos. O de cuestionarte a ti. Que preguntan antes de dar por sentado y miran más allá de su ombligo.
Quienes sonríen para ti, en la foto y con cada abrazo.
Personas que te hacen olvidar las despedidas frías, los disgustos de madrugada y las conversaciones vacías.
Quienes te hacen reír de aquellos caminos que prometían tanto y que quedaron en nada. De aquellas personas que te ofrecían el mundo y te regalaron las sobras. De aquellos sacrificios absurdos para no llegar a nada.
Y aprendes que, detrás de las más malas, siempre vienen las mejores historias.
Que siempre habrá personas, conversaciones y caminos que no te aporten nada y que será mejor que pasen de largo cuanto antes. Que habrá senderos que recorrerás a solas, pero que valdrá la pena cada paso.
Con independencia de quien te acompañe, sin importar que sea de día o de noche o incluso de que llegues a desorientarte un poco. Mientras pises fuerte allá por donde vayas.
Mientras no seas tú quien pase de puntillas por tu propia vida.
Patricia Ayuste.
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