Una –cada vez más corta– cuenta atrás, una enorme lista de abrazos y achuchones pendientes que guardas en un bolsillo y los zapatos puestos para salir.
Dijeron que las cosas iban a cambiar, pero no supieron decirte cómo. Que el futuro estaba completamente patas arriba, pendiente de escribir y en el que nada era seguro. Todavía. Que nada sería lo mismo, que nunca lo es tras una pausa, por pequeña o grande que sea. Y que esta, de hecho, iba a ser como ninguna otra.
Que, en muchos aspectos, sería como dar unos pasos hacia atrás y volver a empezar. Sería retomar lo que ya eras o lo que ya hacías, pero de otra manera. Cambiar hábitos y manías por unos nuevos. Volver a los mismos lugares, que ya no serían iguales. O como los recordabas. Así como los saludos, los besos o las distancias.
Dijeron que podía pasar cualquier cosa.
Que sería una lección. De las grandes. De las que cuesta olvidar por mucho tiempo que pase. De las que traen cola. De las que aprenderías sí o sí y te harían replantearte todo. Lo que creías hasta ahora. Tu forma de vivir a medias. Y lo que habías dejado de sentir por el camino. Por las prisas. Por tus costumbres y despistes. O por dejarlo siempre para otro momento.
Que abrirías los ojos, por fin, a lo que antes tenías delante y aun así no veías. Que reconocerías quien valía la pena y quién estaba de paso. Lo que habías dejado de hacer por ti y todo lo que habías descuidado. Lo que no era ni importante, ni mucho menos prioritario, pero estaba robando tu espacio y tiempo.
Que echarías de menos parte de lo que eras, lo que hacías y lo que tenías. Y que echarías todavía más en falta lo que no. Lo que habías perdido de un plumazo, lo que debías consolarte con ver de lejos y extrañar en la distancia. Lo que habías dejado para más adelante, lo que te daba cierto miedo y hasta lo que ansiabas con más ganas.
Que debías ser paciente y guardarte todo para más adelante. Para cuando todo se ponga en marcha de nuevo. Para cuando se pueda. Sean las prisas por salir. Las ganas de comerte el mundo. O esa enorme lista de achuchones y de abrazos que guardas con tanto celo.
Mientras lo uno pasa y lo otro llega.
Y vivir de la mejor manera que puedas con la incertidumbre. Con la larga espera. Con la imprecisa cuenta atrás. Sin saber muy bien qué es lo que te espera cuando vuelvas a calzarte los zapatos.
Pero sabiendo que hay cosas nunca cambian.
Que el tiempo no se pierde del todo, si lo inviertes en ti. Si te lo dedicas. Si sabes qué dejar fuera y qué acoger con los brazos abiertos. Si lo pasas haciendo lo que te hace olvidarte de él. Si aprendes con quién compartirlo de veras y a no perderlo con quien no lo aprecia.
Estar dispuesto a todo, y a no perder nada por quedarte de brazos cruzados. Aceptar que no podrás llegar a todo, que habrá cosas que tendrán que esperar. Pero que siempre hay algo que puedas hacer. Y que nunca es tarde para empezar a soñar.
Que los sentimientos siguen siendo impulso, unión y motivo. Al igual que las personas. Que hay palabras que pueden cambiar tu día y alegrías que, compartidas, se vuelvan infinitas. Que siempre hay una mano amiga para ayudarte a salir de donde sea. Y que, siempre, siempre, es mejor mirar hacia delante.
Que sigues sonriendo al pensar en alguien. Que no hay distancia, mascarilla ni pantalla que te robe esa sonrisa. Esa esperanza. Y esa ilusión. Todo aquello que te permite aguantar un poco más. Por quienes sabes que vale la pena esperar y a quienes, incluso, querrás más cuando salgamos de esta.
Que el cariño no se apaga, así por las buenas. Que es cuestión de dos personas. No de tiempo, distancia o de cualquier otra pega. Que se puede querer más, después de haber echado en falta. Querer como nunca antes. Mejor.
Que, por muchas vueltas que dé la vida, te sigues teniendo a ti.
Que todavía hay mucho por lo que dar gracias y ser feliz.
Todo aquello que mueve tu mundo en medio de esta enorme pausa.
Patricia Ayuste.
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